Aplicado primero a lo interno de los Estados Unidos post Segunda Guerra Mundial, el macartismo fue la actitud asumida por las administraciones estadounidenses para evitar las infiltraciones de elementos comunistas en toda su esfera de influencia y en aquellas que, aún lejanas, podían pasar al bloque rojo, encabezado por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
Tomando el apellido del senador republicano Joseph Raymond McCarthy, más que un movimiento para defender los postulados democráticos enarbolados por Estados Unidos, el macartismo se convirtió en una paranoia anticomunista que se llevó entre las patas de los caballos a reales regímenes liberales, que no solo surgieron en lejanas fronteras del país del norte, sino en el propio solar de América Latina.
Culminada la Segunda Guerra, Estados Unidos surge como potencia hegemónica en occidente, mientras que la URSS se constituye en la líder de todos aquellos países alineados con la ideología socialista o comunista, con lo cual empieza la denominada Guerra Fría, que sirve de predicamento al senador McCarty para poner en marcha una política intensa de combate a los verdaderos o alegados comunistas.
Sin obviar la realidad de que la Unión Soviética, con Joseph Stalin a la cabeza, buscaba expansión de su ideología por el resto del planeta, no pocos críticos del macartismo entendieron que aquello pasó a ser una obsesión tan brutal que se aprobaron leyes, programas y se confeccionaron listas negras en la propia sociedad norteamericana cuyos integrantes fueron perseguidos y encarcelados.
En no pocos países considerados satélites de los Estados Unidos se llevaron a cabo conspiraciones aupadas por la CIA, de acuerdo con documentos desclasificados, que dieron al traste con gobiernos genuinamente democráticos liberales como los de Rómulo Gallegos, en Venezuela (1948); Federico Chávez, en Paraguay (1954); Joao Goulart, presidente derrocado por la dictadura militar que se perpetuó por 21 años en Brasil, desde 1964; Jacobo Árbenz Guzmán, derrocado el 18 de junio de 1954, en Guatemala; el profesor Juan Bosch, en 1963, en República Dominicana, depuesto por otra asonada militar azuzada por la CIA, de cuya acción se cumplieron 57 años este 25 de septiembre.
Esos y otros golpes dieron al traste con administraciones democráticas, tildadas por Estados Unidos como infiltrados por la Unión Soviética, como el de Salvador Allende, en 1973, en Chile.
Jacobo Arbenz, el soñador
La Revolución de Octubre en Guatemala (1944-1954) fue un movimiento cívico-militar que inició una serie de reformas y modernización del Estado guatemalteco, que por sus resultados positivos se conoció como los “Diez Años de Primavera”. Desplazó del poder al general Jorge Ubico Castañeda, que permaneció 14 años y cuyo ideología nazi no era un secreto como tampoco su simpatía con el mentor de ella, Adolf Hitler. Ubico Castañeda como otros dictadores que se erigieron en el continente no constituyó, empero, dolor de cabeza para el Departamento de Estado ni la CIA, entonces.
A la cabeza de la junta revolucionaria guatemalteca estuvieron el capitán Jacobo Arbenz, Jorge Toriello Garrido y el teniente coronel Francisco Javier Arana. Un año después de iniciada la revolución, se organizaron elecciones libres que fueron ganadas por el ciudadano Juan José Arévalo Bermejo, a través de una Asamblea Constituyente, que también eligió diputados.
El asesinato del teniente coronel Arana el 18 de julio de 1949, en circunstancias muy confusas en el puente La Gloria, preparó el terreno para que en el firmamento militar, Árbenz Guzmán pasara a ser el ministro de Defensa del gobierno arevalista.
Ese grupo de políticos y militares guatemaltecos impulsó un programa de reformas y avances para impulsar el desarrollo económico de Guatemala, como el Código Laboral, permitió la organización de los trabajadores, fomentó la educación pública en todos los niveles y fortaleció la Universidad de San Carlos de Guatemala.
Los intentos de golpes contra el primer gobierno democrático de Arévalo no cuajaron debido a la influencia entre los militares del mayor Árbenz Guzmán, que tuvo que sofocarlos, incluido el encabezado por su compañero, el teniente coronel Carlos Castillo Armas, Cara de Hacha.
Castillo Armas es uno de los personajes principales que da vida a la nueva novela del Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, “Tiempos Recios”, puesta en circulación el año pasado en más de 70 países.
República Dominicana, el dictador Rafael Leonidas Trujillo y su jefe de inteligencia, Johnny Abbes García, son actores principales de la novela, debido a su destacada participación en la muerte de entonces presidente guatemalteco, Castillo Armas, quien surgió como presidente fruto de una invasión armada desde Honduras organizada, entrenada y financiada por la CIA con la cooperación de Trujillo y Anastasio Somoza, dictador nicaragüense.
Arévalo Bermejo y Árbenz Guzmán echaron las bases del desarrollo económico y social en Guatemala, pero tenían un enemigo insospechado: la United Fruit Company. Tal como narra Vargas Llosa con su exquisita prosa, esta empresa estadounidense, negada a pagar impuestos y a permitir la organización de los trabajadores, se convirtió junto al embajador John Emil Peurifoy, en el motor que puso en marcha el derrocamiento del gobierno democrático de un militar que ni por asomo era comunista ni tenía influencia ideológica semejante. Este embajador fue enviado a Guatemala con esa misión porque había cumplido un mandato similar en Grecia.
A los campesinos e indígenas, Jacobo Árbenz empoderó entregándole tierras comuneras sin dueños, a los fines de poner a producir a su país y “convertirlo en un modelo de democracia como los Estados Unidos”. Ése era su sueño, truncado por el golpe orquestado por un hombre sin condiciones políticas como Castillo Armas.
“Las malas lenguas—refiere Vargas Llosa— decían que, cuando el Departamento de Estado le informó que su nuevo destino sería Tailandia, el embajador Peurifoy preguntó, no se sabe si en serio o en broma: “¿Hay un nuevo golpe de Estado en perspectiva?”.
El derrocamiento en República Dominicana del primer gobierno democrático tras la caída de Trujillo, del profesor Juan Bosch, cuando apenas tenía siete meses, fue otro macartismo en pleno gobierno del demócrata John F. Kennedy. Cuando don Juan llegó al poder el 27 de febrero de 1963 ya tenía una copiosa obra literaria. Electo con una alta votación, Bosch ganó 22 de los 31 escaños y 49 de los 74 diputados, a pesar de los esfuerzos de la oligarquía tradicional, el alto clero católico y una cúpula militar trujillista que se aferraba al estilo de gobierno autoritario, del que Bosch era la antítesis.
Los intentos de impedir el acceso al poder de Bosch no culminaron con su aplastante victoria contra la Unión Cívica y Viriato Fiallo, sino que entretelones se hacían esfuerzos denodados para que no fuera juramentado.
Bosch no solo era un ejemplo de decencia política, sino un paradigma de honestidad, pues al jurar como presidente presentó su declaración jurada en la que hacía constar de que no tenía bienes algunos debido a que la casa donde vivía era alquilada y el mobiliario dentro lo tomó a crédito.
Impulsó la primera Constitución democrática en la que hizo plasmar una serie de conquistas sociales, económicas y de respeto de los derechos humanos. Como el país acababa de salir de una de las dictaduras mas recias del continente, se enfocó en construir las normas, base esencial de funcionamiento de una sociedad: la Constitución de 1963.
El hijo del catalán José Bosch Subirats y de la puertorriqueña Ángela Gaviño habría dicho: “no basta tener ideas; hay que hacerlas realidad en lo grande y en lo minúsculo”. Ese fue su estandarte en el gobierno y en la oposición. Luego de su derrocamiento, se fue al exilio y volvió para asumir el liderazgo del partido que había ayudado a fundar, para luego abandonarlo y construir otro instrumento político, el PLD, que llegó al poder por primera vez en 1996, y que acaba de dejarlo bajo un fuerte cuestionamiento de lo moral, lo ético y los principios, campos en los que Juan Bosch es un estandarte de República Dominicana y América.
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