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jueves, 2 de julio de 2020

Venganza electoral

Creo en compromisos consistentes de vida, en testimonios de integridad, en historias coherentes de identidad. Rechazo el perverso uso de la fe para llegar al poder o usarlo en nombre de la fe,,,,, Mucha gente sabe que hasta las elecciones pasadas fui un ciudadano virgen. No me había estrenado en el voto. Esa decisión no nacía de la apatía: era una abstención reflexiva, casi ideológica. Sencillamente no creía en el sistema; mucho menos en sus actores políticos. Una historia de fraudes, traumas pos electorales y arreglos “de notables” confirmaban así “mi verdad”. 

Las elecciones eran montajes de apariencias formales para validar a los gobiernos que las manipulaban. Yo tenía otras expectativas, esas que una democracia insolvente no podía dar, por eso me ausenté y no me arrepiento. Recuerdo que en las elecciones de mayo de 1990 decidí renunciar a mi celibato cívico. La oportunidad de votar por Juan Bosch era muy sugestiva, pero latía un ambiente hostil y cargado. 
Cuando quise hacerlo, una premonición me alucinó como un rayo cuando vi entrar a las afueras del colegio electoral a una turba de activistas armados y con rostros adustos. Abandoné la fila y regresé a casa. Esas elecciones fueron impugnadas por fraude y dieron lugar a un agitado trance con aquella legendaria consigna de “que se vaya ya” en contra de Joaquín Balaguer. 
Mis posiciones abstencionistas echaron entonces raíces de convicción. A duras caídas los dominicanos empezamos a caminar y, aunque avanzamos en una democracia todavía endeudada, los espacios para airear sus garantías siguen siendo estrechos, de ahí que las elecciones se convirtieron para mí en una “venganza”. Sí, es así como las veo y siento, a pesar de los reproches y las opiniones a favor de un relato menos subjetivo. Antes de que los puritanos, académicos y conceptuosos se corten las vestiduras por mi profano sentir, les pregunto: ¿Acaso el voto de castigo no ha predominado en nuestra tradición electoral? ¿No han sido la mayoría de las elecciones para sacar a los que están o impedir que otros lleguen? Los que mayoritariamente votan a favor son los que tienen adeudos, inversiones o intereses directos en las candidaturas que aúpan. Yo decidí votar para castigar y con ello vivir la complacencia del verdugo. 
Para los que creen que mi juicio es sedicioso, les tranquilizo diciéndoles que cuando hablo de venganza no aludo al odio o resentimiento que sugiere la palabra; solo rescato el sentido del “desquite” o “el resarcimiento” que con ella se procura. Pudiera usar otro vocablo más noble e inocuo, pero ninguno podría retratar, con la fuerza gráfica que quiero, las ganas de votar en contra de quien se ha creído dueño del poder y en esa presunción abusa del mandato en él delegado. 
Es una sensación reivindicativa, sobre todo cuando, paradójicamente, de quien hay que defenderse es quien ostenta la condición de “representante”. Soy realista y no creo en el voto poético, ese que viene envuelto en exaltaciones sinfónicas como himno de una ciudadanía abstracta. Los derechos no son suspiros románticos. 
En una democracia sorda, como la nuestra, donde hay que arrebatar hasta las garantías básicas, el voto es una transacción contractual de “toma y daca” o “tit for tat” para quitar o poner según el desempeño. Tan simple como decirles a los que están que se van y en su lugar considerar otras opciones, aunque no sean necesariamente las ideales. ¿Saben por qué? Porque una de las bondades más preciadas de la democracia es la alternabilidad. La posibilidad de abrirles espacios a otras visiones es poderosamente virtuosa. 
El daño que le han hecho a esta democracia los mesianismos y los cultos a las figuras es indescifrable. La mitificación primitiva de los liderazgos no cabe en el ejercicio racional de la verdadera democracia. Nadie es imprescindible ni insustituible; un mal gobierno se quita, si no, se confirma dentro de los términos constitucionales... y punto. Todo lo demás es delirio que solo encuentra eco en una sociedad mística o atávica. 
Mi voto no es personal; nadie lo merece por decir lo que es o no. Quien me alegue su condición de evangélico o buen católico para pretender mi voto pierde su tiempo. Soy cristiano o pretendo serlo, pero no considero esa circunstancia para ser elegible ni elegir a nadie. Creo en compromisos consistentes de vida, en testimonios de integridad, en historias coherentes de identidad. 
Rechazo el perverso uso de la fe para llegar al poder o usarlo en nombre de la fe. Por eso voto a favor o en contra de modelos, patrones, visiones e intereses. Lo hago en contra de quienes encarnen, procuren o representen la cultura de la corrupción, la prevalencia de la impunidad, la economía del poder, el asistencialismo parasitario, la concentración de las oportunidades, el privilegio de los oligopolios, el gigantismo estatal y toda clase de exclusión social. 
Voto en cambio a favor de valores, de principios, de integridad familiar, del derecho a la vida y la libertad. Obvio, en ese ejercicio no soy ingenuo: hay oportunismos disfrazados que sin una propuesta coherente de vida ni de convicciones se abanderan de causas atractivas de inspiración conservadora o cristiana para alcanzar voluntades dóciles, en un momento en que el voto cristiano es porfiadamente apetecido. 
Votaré en contra de los que han usado a los pobres como escudo para, con su victimización, crear una casta de nuevos ricos; en contra de los que llegaron en poliéster y saldrán en lino: de sus nuevos hábitos de consumo, de sus cuentas en paraísos fiscales, de sus amantes y de sus oscuros negocios; en contra de la mediocridad adinerada, de las comisiones concertadas, de las licitaciones teatrales, de las sobrevaluaciones, de la corrupción sin castigo y del uso abusivo del poder. 
Mi voto vale más que el del millón y medio de los bonos sociales, que el de los acatados por la subordinación de un cargo o que el de los que esperan un decreto de nombramiento o una contrata. Votaré con las fuerzas de mi vuelo sin reparar en las encuestas ni en los augurios de la arrogancia. Lo haré a pesar de las manipulaciones, el dinero y las imposiciones. Lo haré por mi hijo, por mi futuro, por mi país. 
Autor: José Luis Taveras,- 
Abogado, académico, ensayista, novelista y editor. 
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