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Universidad y postmodernidad: Profesionales del siglo XXI

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Empezaré este sucinto abordaje enfocándome primero en el discurrir y sentido histórico y cultural de la UNIVERSIDAD. No como espacio o lugar físico creado, si no como una entidad fundacional, nacida de la necesidad y del intelecto humanos, que tendió, desde sus inicios, a universalizar la totalidad del conocimiento. Para, a partir de ese aserto, esbozar el indetenible tándem evolutivo que marca el rumbo de las llamadas profesiones tradicionales.
En su acepción más ortodoxa y antigua la palabra profesión sugiere que se trata de un “acto útil para un tercero”. La matriz originaria del concepto ha conservado, al interior de su arquitectura etimológica, el atributo germinal de la “utilidad”; o sea, de la necesidad social.
De ello equivale deducir, a efectos prácticos, que no hay, o al menos serán muy pocas, las profesiones sin utilidad. Una cosa sería entonces otorgar un título, otra muy distinta, es la creación de una profesión provechosa. Es así, como una buena parte de nuestras universidades latinoamericanas se han constituido en verdaderos centros de reproducción ideológica y cultural, carentes de valor y de aprovechamiento social.

La profesión, como entidad antiquísima, surgió a raíz del proceso de transformación que experimentó Occidente, desde la antigua sociedad jerárquica, clerical y militar, que predominó esencialmente en Esparta y Roma. Y es en oposición a esa visión estructural de aquella remota sociedad “sublime”, que apareció su antítesis, el modelo de Atenas, señalado como “prosaico”; mucho más proclive a la participación, el comercio, la movilidad y a la aspiración individual de la prosperidad que intuía y pregonaba, en el siglo VII, el sabio legislador Solón.

Han transcurrido más de 25 siglos desde la aparición de aquellos dos modelos básicos de organización social y política, pero, guardando tiempo y distancia, el sustrato indeleble de su zapata histórica, entre rudimentos y mutaciones, pervive de algún modo. Así, salvando muros y atravesando confines, podemos decir que la Cultura Occidental es la conjunción, no lineal, del pensamiento griego, del derecho y las instituciones romanas y de la religión judeocristiana.

Y que, puntualmente, la caída del imperio de Occidente (año 476 D.C) supuso la reorganización de un emergente orden civilizatorio, orden cuyo basamento principal descansaba en la Patrística y, su heredera y legataria, la corriente Escolástica.
Habrían de transcurrir más de diez siglos para echar abajo los regios soportes de aquella acendrada cosmovisión y de la fuerza gravitatoria de sus ribetes metafísicos y patriarcales. Por igual, más de catorce siglos debieron pasar para concederle la razón a Aristarco de Samos (310-230 A.C) y a su teoría (primigenia) del Heliocentrismo, corroborada, precisamente, por Galileo (1564-1642), uno de los mayores prodigios científicos del Renacimiento Italiano.

Y es que cada episodio esplendente del conocimiento humano ha demandado, entre los escombros de los errores y las luces de los grandes aciertos, de una razón revolucionaria, luminosa, magistral y educada.
Cada invento, descubrimiento o transformación ha despuntado de la capacidad forjadora de un espíritu indetenible y de una formación superadora del saber anterior. Eso, en cualquier época o circunstancia, se ha llamado Intelecto. Y de ese uso adecuado -educado- de su posibilidad creativa ha dependido y dependerá el destino de nuestra especie.
Esa potencia de la razón humana implica la especial capacidad de representación de la realidad, de interpretar y relacionar esas cualidades mediante la virtud de la abstracción, y, cuando ha sido de lugar, problematizarlas y responder a los diferentes desafíos de la intrincada condición humana. Por ende, el descubrimiento de toda verdad sustancial ha de resultar útil y ha de alcanzar significación para la humanidad.

Por todo lo anterior y por otras virtudes de igual valor gnoseológico, el mayor descubrimiento (alumbramiento) humano ha sido y será siempre la Educación. Antorcha del entendimiento; proeza de la libertad. Consecuentemente, sin incómodas exageraciones, la profesión de maestro continuará siendo la más ingeniosa ocupación laboral.
Vocación que, en su mayor riqueza y amplitud, es de donde se encumbra la idea de UNIVERSIDAD. En tanto, realidad cambiante y compleja, vinculada a la ocupación científica, al compromiso humano y a la tradición ética de su inigualable misión dialéctica. Dicho de otro modo: a la elevación disciplinada del espíritu humano.

De ahí que, de todos los pasos andados por el conocimiento, la educación superior deba ostentar ser la joya más preciada y pulida de la corona del saber.
Si es que cabe, al margen del contexto europeo, la prehistoria de la educación superior se registra en las llamadas “Casas de la vida” en Egipto, o en “Las escuelas islámicas de sabiduría”, propias del Oriente Medio. Aunque, en cualquier caso, la concepción clásica de universidad está ligada al germen histórico del momento medieval y a la simiente que albergó el surco de la cristiandad europea.

Un giro liminal que concibió un camino único para el conocimiento y que, según la añeja concepción, se basaba en la búsqueda de lo “verdadero” (verum), de lo “bueno” (bonum) y de lo “bello” (pulchrum). En fin, las “artes liberales” (profesiones) ancladas en aquel modelo neoplatónico del Siglo V Latino, con base en el Trívium y el Quadrivium, suplantaron a las “artes serviles” (de siervos y esclavos), abriéndose con ello el sendero iluminado y el concepto unificado del entendimiento superior.
De aquella apartada construcción obtuvimos el preámbulo, los bloques iniciales, de lo que hoy conocemos como las asignaturas del primer pénsum europeo de la historia.

Con toda probabilidad, corresponde a Bolonia, Italia (1088), el mérito de haber sido el enclave más primitivo de formación superior, dotado y registrado para la transmisión de los novedosos saberes liberales, y para que acogiera la primera universidad del mundo (europeo). El devenir traería, con posterioridad, a otros centros celebérrimos como Oxford (1096), Cambridge (1209), Salamanca (1218), etc...
En el próximo artículo analizaremos ese tránsito, nada sencillo, de la universidad que descolló desde los cimientos de la metafísica de factura platónico-agustiniana (Medieval), pasando sobre los muros rígidos de la Ilustración y la Modernidad, hasta llegar a los barullos de la Globalización Tecnológica que acarrea la postmodernidad.

Por: Ricardo Nieves,-
@nieves_rd
nievesricardord@gmail.com
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