❝Libre-Mente❞》》》
Días atrás, movido por la curiosidad, pero consciente de la desdicha, decidí caminar a pie un tramo bastante concurrido de la avenida 27 de Febrero. Sin aprehensiones particulares ni eventuales sorpresas, me confundí con la masa amorfa que, apiñada allí, esquina tras esquina, se abalanzaba desesperante en busca de algún medio de transporte para llegar, sabrá Dios, a cuál destino y lugar.
La muchedumbre gimiente, entre señales y gesticulaciones, absorta, orientaba manos y voces en dirección de alguna ruta personal. Zambullido en el tropel insufrible de la ciudad, plano como los demás, denso el sudor y estridente el bullicio, a metros de distancia, palpaba lo mucho que padece la gente de a pie, en este drama circadiano de la sobrevivencia capitalina. Viví, como millones de almas, por un tiempo casi esquizofrénico, los minutos ruidosos de aquel instante proverbial y azaroso, atomizado por la carencia de un servicio público más que degradado, bestial.
La ciudad en movimiento es un revoltijo de chatarras y marcas lujosas, dentro de la espiral de humo, la contaminación y el desenfreno general. Cada uno batalla por su lado, cada cual pone un poco de su yo fragmentado para empeorar el teatro citadino que opera bajo el sol de la capital. El conductor irrefrenable, el policía aletargado y vencido, el motorista despistado, el impávido peatón, todos desprovistos de la mínima legalidad, vaciados de la más fundamental consideración.
…Entonces me espabiló la visión borrosa de un chofer -en voladora sin placa- que saltó despavorido sobre los conos anaranjados que le prohibían cruzar. La imagen isométrica del bólido indujo a otro joven que, desde su yipeta imponente, parecía adinerado, y quien ripostó la acción de la voladora, equiparándose y volviéndose su igual.
Escéptico paisaje, caótico escenario; en el transporte público no existe diferencia social. El comportamiento bizarro borra distancia de estirpe y escala grupal, como en la distopía beligerante de Hobbes, todos contra todos, se impone el más fiero sin más ni más. Exasperados, los ricos agotan paciencia y confort en mitad del tapón; los pobres, adaptan su incomodidad a la hojalata que aparenta nunca llegar. Homogéneo, en intrepidez y disposición, el grupo violenta la estrujada norma de transporte y movilidad, en la misma proporción de supervivencia urbano-social.
Violencia verbal y violaciones normativas, constituyen un solo cuerpo y sujeto social. El chofer, roto por martirio de la jornada y la búsqueda inclemente de una brecha, para, a como dé lugar, impunemente atravesar. Debajo, las rayas del peatón, oscurecidas por los neumáticos del motorista levantisco, del delivery gamberro, del concho impostor. Todos, al margen de la ley, con tolerancia oficial, todos fuera del deber.
Aquí, cada quien viola la norma a su antojo. La ley rueda en pedazos, pulgada a pulgada sobre el pavimento, troceada junto a las instituciones reguladoras y su diluida autoridad. La ley 63-17 tiene número, denominación y objeto, pero carece de viabilidad. Abortada, es la más descosida del sistema normativo nacional, pulverizada sin asombro ni arrepentimiento, en cada momento y esquina de la patria, en cada intersección de la ciudad.
Nadie lo dude: en las calles del país, además de los vehículos, corre la escuela dominicana, su educación elemental. Nivel y desnivel educativo y ciudadano compiten por la fuerza y a la par. Azotada por un batiburrillo de intolerancia y violaciones, la autoridad sucumbe, mientras, con disimulo o desdén, juega a hacer creer que funciona. Engañada nos engaña, imponiendo multas triviales al azar, lotería que nunca llega a los desaforados “padres de familia”, “sufridos obreros del volante”, dueños del caos supremo y el desorden marginal.
El tránsito discurre en una dimensión freudiana: entre la sublimación onírica, el resoplido amenazante y la normalización del abuso. Es, comparado de algún modo con la narrativa de Saramago, el relato de los autos monstruosos y autónomos que simulan dominar al conductor y este, azorado por el trance de su dudosa capacidad, entregado, se deja llevar...
Episodios kafkianos, superpuestos, metamorfoseados. Igual para carros fastuosos, marcas envidiables, unidades desvencijadas y cacharros humeantes y terminales. La radiografía social de un patrón abigarrado, difuso, crispado y anárquico. Percepción visual de lo que hemos amontonado, tras décadas de abandono legal, imprudencia ciudadana y retiro oficial. Sumergible, el paisaje urbano, rematado por torres espléndidas y edificios escarpados, mezcla con el surrealismo macondiano y la dentada silueta de lo psíquico.
La responsabilidad o irresponsabilidad es compartida. Ninguno está exento, todos somos parte de la vorágine desconcertante del tráfico urbano. Unos por inacción, otros por impotencia, los demás por victimización.
Raída por el azote de la ansiedad colectiva, la razón cuelga junto a la luz roja, negada como regla mínima del sentido común y entendimiento ciudadano. Voladoras desquiciantes. Taxistas irremediables. Orugas de metal (OMSA) al servicio del ultraje, conforman este clima asfixiante y demencial.
El motoconcho es la reivindicación de la venganza rural a la pose citadina; hijos abandonados del sistema social, la exclusión y el destierro escolar. El delivery, adquisición reciente y mal elaborada pieza de informalidad; abstraído y teatral, puede ascender en vía contraria, sobre la calzada o a campo traviesa, ante la nula mirada de la mismísima autoridad.
El pasajero, probablemente uno de los seres más humillados de la tierra, anquilosado en su desesperanza aprendida de años, aguarda su exasperante turno en cualquier línea improvisada o arbitrario lugar. Para él, da lo mismo tomar un chance bajo el semáforo violentado que en medio de la cola improvisada por el “mayordomo de ruta”, nombrado (de facto) por la duma del sindicato propietario. El sindicato es dueño de la ruta, del turno, de las calles, de la unidad y, por vía de consecuencia, del destino infeliz del usuario.
Asumimos, sin entenderlo o no queriendo entender, una especie de vocación suicidada en la movilidad colectiva. Los accidentes son a su vez neuronales, precipitados por la anulación simbólica de la autoridad y el primado inconsecuente que ampara el bochornoso regalo de la libertad sin compromiso. Ni regla social.
Debemos, ante todo, empezar por imponer la ley y la prevalencia innegociable de la autoridad. El tránsito caótico elimina neuronas, embota la paciencia, trastorna la salud y desmejora la vida. Desbordante, la inseguridad vial, es también trastorno psico-social.
@nieves_rd
@doctornieves
nievesricardord@gmail.com
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