❝Libre-Mente❞》》》
Hoy en día mirarse a los ojos es una hazaña. Y si acaso llegase a producirse una mirada fugaz, casi siempre se aceptará sospechosa. La vida rápida parece romper la mirada frontal. Con ella, el diálogo, sosegado sin interrupción, que precisa del mirarse o escucharse, se esfuma en consecuencia. Construir la cercanía humana, un costo secular de experiencias, rituales y saberes, ha dependido bastante del mirarse, estar cerca y, por cualquier vía, del diálogo posibilitado. Que ahora se desvanece sin contemplación, y muestra las preocupaciones evidentes de su acentuada transmutación.
La configuración actual de la urbe, día a día, fagocita y devora los espacios de cercanía, las relaciones interpersonales y desdibuja por completo la intención de considerarse vecino de alguien. Justificada o no, la inseguridad asfixiante en distintos espacios relacionales hace que todos esperemos lo peor de los demás. La ciudad es una babel empinada de acosos urbanos y premoniciones inciertas.
El individuo propietario, aislado del resto, por razones propias, cierra la puerta. Arribamos a la ruptura factual de los hilos conectivos y fraternos que, por alguna vez, vincularon al ciudadano contiguo. Temerosos de las contingencias e inseguridades sociales, experimentamos una extraña sensación de lejanía, no importa cuán cercanos o distantes nos encontremos unos de los otros. Hoy la sensación de sentirse cerca adquiere connotaciones de otros perfiles menos humanos, de otra categoría de involucramiento y valoración social. Basado en un número ilimitado de barreras físicas, emocionales y tecnológicas que han reconfigurado el espacio de convivencia y de la vida en vecindad. Enjaulados, aunque repletos de comodidades, en el mapa físico, desmoronamos el puente que nos unía con el prójimo. Y de esta aporía del presente no escapa familia, grupo, escuela, gremio, iglesia etc. Byung-Chul Han (2013), en su texto “En el Enjambre”, analiza la manera en que la mirada hacia el otro fue desviada al sí mismo, desbordante sobre el yo, y pírricamente sobre el nosotros.
El contacto personal, cara a cara, es sustituido por la pantalla que, insensible y transparente, simula un templo impecable del presente. La nueva topografía urbana ha cambiado el contexto familiar, laboral, personal y hasta político. El ambiente donde cabía, como familia social, el vecino, se ha desfigurado, cuando no, corrompido en su totalidad. La gente puede estar habitualmente cerca, rozándose, pero sin formar parte; ajena al más inmediato espacio social. Comparecemos al ocaso de una entidad imperfecta, que fue básicamente efectiva y, afectivamente necesaria en el pasado: la comunidad.
Sucede que hoy producir, consumir y aislarse representa un círculo de hierro. Padrenuestro para el evangelio dominante del consumo sediento y de la odisea individualista. El individualismo posesivo saltó de su balcón original, pero con serias dificultades para trabar amistad, fraternidad y sano encuentro.
Con el homo digitalis, declara Han (2013), hasta la amistad cojea, porque no puede ser objeto de consumo, no entra en el intercambio. Puesto que ahora todo está encarrilado y dispuesto para ser consumido. De ahí que sea más fácil verse en el supermercado o en el mall que en el edificio residencial o en el condominio. Vivimos un extrañamiento colectivo. Sin darnos cuenta la lógica del rendimiento se tragó muchas tradiciones que funcionaban como valores intangibles, expulsando de nosotros la cercanía y la confianza en los otros. La soledad voluntaria siempre constituyó una elección saludable, necesidad ontológica y espiritual que alberga la naturaleza personal; pero la soledad infligida, impuesta por la inseguridad, el encierro y el consumo, traduce adversidad, mortificación y asimetría existencial.
Los perfiles de la ciudad redimensionaron nuestras relaciones: mientras más grande la ciudad, mayor el distanciamiento personal y el grado de deshumanización. Las mega-ciudades cambiaron el concepto y la tradición de familiaridad espontánea, gestada entre el apego y la compasión urbana. Comte-Sponville (1998), filósofo francés, sitúa la urbanidad como anterior a la moral, “la primera virtud y quizás el origen de todas la demás”.
En el hiperdesarrollo global las relaciones citadinas se extreman: la arquitectura snob señala lugares perfectos, irreales, soñados, augurando diseños lúdicos y paradisíacos, dispuestos para continuar potenciando el aislamiento estructural y el más frío lindero humano. Exópolis (ciudad soñada), telépolis (global cities), metápolis (hiperciudad contemporánea), privatopías (con filtos étnicos y raciales) postmetrópolis (fragmentadas), technópolis, etc., presagian sepultar los últimos vestigios de la comunidad (de vecinos). Hasta saludarnos cuesta demasiado hoy. Lo más grave es que el derrumbe ocurrió ante nuestros ojos, consintiéndolo, acaso ajenos a la preocupación, perdimos la noción de relacionarnos de forma cercana, concreta, humana.
El edificio de la convivencia, de la ciudad que de algún modo era pertenencia de todos, fue echado a abajo. Y sin poder hacer nada para revertirlo. Un cordón actuarial se levantó, primero como raya física de separación económico-social en los diferentes estratos; luego, para segregar como muro sanitario y tecnológico de seguridad. El presentimiento se despeñó precarizando cualquier relación. Aprehensivos y temerosos cabalgamos sobre el potro desbocado de la peor corazonada. Para cada frontera, de pobreza o de riqueza, surgió una red de panópticos cotidianos, miniaturas y redes de vigilancia mutua, creando la sofocante industria del miedo que, a la postre, daría origen a la cultura posmoderna del securitismo extremo.
La inseguridad que aflora ante la incertidumbre y el acoso incisivo de los riesgos (naturales y creados), ha estropeado cada metro de nuestro entorno. Y aunque quisiéramos que fuese distinto, la gente que está del otro lado no es tan visible ya. Ni tampoco bienvenida. Porque el vecino, que más que proximidad geográfica fue familia histórica y prójimo social, ha dejado de ser tal. En cascada, roles y relaciones vitales han sufrido erosión, desgaste y pérdida. Encerrado, en laberínticas opciones de la comodidad solipsista, el sujeto actual eligió autoexplotarse en solitario, sanando su soledad con la terapia del hiperconsumo y la desidia social.
El hogar, difuminado en las alturas de la verticalidad, perdió calor, pertenencia y piso. El ascensor, un ejemplo vivo de indiferencia enclaustrada, y cubículo de acero que mutila el diálogo, anula el saludo y esquiva la mirada. Los muy privilegiados, que nunca fueron alcanzables para al resto, vuelven a encumbrarse, esta vez acumulando más cantidad de objetos, y una que otra mascota, que recibe un trato casi humanizado. La gente común, que tiene poco y carece de mucho, replica los hábitos de la desconfianza general que tipifica la ciudad obturada. Quienes sobreviven al otro lado del cordón, atraviesan iguales pasillos de distancia, penurias y falta de confianza. Los niños, trancados en su paraíso virtual, se refugian en las horas interminables de la pantalla.
Estresados y esforzados los individuos sospechan mutuamente de los otros, y de la presunción del enfado que porta cada rostro desconfiado. Agrandando descontentos y agregando nuevos temores. El riesgo fabricado, complejo y psicológico, nos alcanza a todos, desmoronando la mínima esperanza de reencuentro. La inseguridad existencial se ha trasladado, amenazante, a cada perímetro de la megaciudad, dentro de las relaciones primarias y en lo más profundo del alma humana.
@nieves_rd
nievesricardord@gmail.com
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